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Juan Gallardo (o donde los colores llegan)

El artista, Juan Gallardo Ariza (La Algaba, Sevilla, 1921), dejó sus pinceles quietos, las pintures secándose, y el último toro inacabado en una tela que se desgarrará en el maldito tiempo sin ojos. El pintor era un hombre de esos con los ojillos pequeños pero capaces de desnudar aquella verdad que tratamos de esconder y se hace invisible a los seres que no tienen fuerza para ir un poco más allá de los sentidos. Pero el amigo fue un valiente -¿hay otro camino para ser artista- y, a través de sus trazos expresionistas surgidos de una personalísima mitología taurina, nos transmitió aquella rotura que nos parte el alma y nos separa sin piedad de los dioses y la tierra. Al pintor, pacífico, no le gustaban las corridas de toros, pero usó a los bravos para ponernos en evidencia el problema de la existencia: Los humanos pensamos, vemos, sentimos, pero no es bueno todo lo que el universo nos muestra. Ahí están el dolor, la injusticia la muerte, acechando nuestra felicidad, hiriéndonos. En sus lienzos, Gallardo nos quiso sugerir lo que las palabras sólo pueden balbucear. Y los colores usados y los getos de sus bestias nos indican que don Juan no soportaba ese sufrimiento, ni tampoco el que descubría cuando se miraba en el espejo -el toro enfadado contra la noche-. Pero luego, por amor, se obligaba a esconder sus lágrimas para que doña Asunción -la mujer que de él todo lo sabía- no las descubriera. Ahora debe sonreír, el amigo, al comprender que ella le amó aún con su llanto secreto, tanto como él amo su pintura de seres que sufren y mueren. No hubo engaño.

Guillem Rosselló